Por Diana Guerra.
Directora de CAUTE y psicoanalista con especialidad
en pareja y terapia médica familiar.
En mi trayectoria como psicoanalista he escuchado de mis pacientes los agravios recibidos, el dolor profundo que causa y los lamentos que ocasionan las acciones intencionadas o a veces impremeditadas -sin querer- de los más cercanos, por aquellos que menos se espera, de los conocidos muy familiares. En la mayoría de las historias se muestra el daño percibido y el malestar que agota físicamente, que con el tiempo se transforma en rencor, ese que cala hasta los huesos y enferma al cuerpo, que se manifiesta en un sentimiento de odio que no puedes evitar y que remonta al ver a la persona causante, al saber de una situación similar o simplemente porque los pensamientos insisten en recordar y rememorar a modo lastimero la letanía de “lo que me hiciste”, “me dejaste”, “lo que me dijiste”, “me engañaste”, “lo que permitiste”, “me faltaste al respeto” y un largo etcétera que coloca a la persona agraviada en el lugar de víctima de las circunstancias, adjetivada como dramática por las personas con las que convive.
El rencor es de los sentimientos más arraigados que carcomen por dentro, que fomenta deseos de venganza, de regresar algo del malestar y dolor generado por medio de “echar en cara” a través de insinuaciones, ironías y frases a medias dichas a la persona “culpable”; acusación que señala que el otro tiene que cambiar, pedir perdón y “aguantar” el maltrato que “se merece” a consecuencia al daño percibido.
¿Qué puede aliviar, reducir o sanar un daño?, ¿de quién es responsabilidad, de quien lo causa o el afectado?, ¿qué significa pedir perdón?, ¿cuál es su efecto?, ¿en qué difiere de una disculpa?, ¿cómo se perdona un agravio?, ¿si se perdona, se olvida? Son preguntas que rebotan en mi espacio terapéutico y que aunque existen respuestas, muchas veces no se escuchan, porque el ruido que hace el rencor es mucho más fuerte.
Si convocamos la palabra perdón es porque hay un daño, un crimen, un pecado (desde la religión católica) que requiere primero una revelación, ya sea por descubrimiento, una declaración, una confesión o desde el psicoanálisis un acto que muestre; la consecuencia del agravio es venganza y castigo o misericordia e indulto. Las “buenas costumbres” y los preceptos morales incitan al perdón, independientemente del uso religioso que se le ha dado a lo largo de la historia, para nuestro uso nos apoyaremos de su raíz latina, la palabra perdón viene del latín - par donare- que significa para dar y del sufijo – on - que tiene un valor aumentativo, ¿Qué se concede, en gran escala con el perdón? La respuesta está en LIBERACIÓN, RECUPERACIÓN Y, POR TANTO, PAZ, tan solo nombrar estas palabras es un gozo, vivirlas después de un daño es asombroso, no obstante si tiene tantas ventajas ¿Por qué cuesta tanto trabajo perdonar?; las razones pueden variar, pero hay una que no se alcanza a percibir por ser inconsciente, pero es muy común y tiene que ver con la pérdida, la falta, el vacío, la caída y dicho muy psicoanalíticamente con la castración. Porque a los seres humanos no aceptan fácilmente el perder, de por sí, el daño ya entraña una pérdida, pero el perdón además, libera o suelta de alguna forma al otro y eso es lo que menos se desea, la ofensa en ocasiones oculta un atributo o una utilidad y es el dominio sobre el otro por medio de la acusación culposa, saca provecho al poder exigir explícitamente el castigo o la condena que pocas veces se sustenta en la justicia o la equivalencia y se exige al otro rigurosamente algo a cambio, a beneficio del afectado por el daño causado, se liga, se compromete al otro por medio de la manipulación, la coerción, la deuda y el sometimiento, dinámica que se prolonga por años y años y llega a producir las famosas relaciones tóxicas, maraña de repeticiones incesantes, que impacta al paso del tiempo en insatisfacción, detenimiento, estancamiento e infelicidad por un beneficio en ocasiones muy pasajero, un “ay, ¡ya! Perdóname”, con una regalo en mano basta en ocasiones para olvidar la herida, pero muchas otras el cobro es la vida misma.
Y es ahí donde es imperante la redención y la condonación de la pena, para generar el autocuidado y la procuración del bien propio, el beneficio del perdón es personal, la liberación de resentimientos, de desconfianza y miedos genera satisfacción, sensación de bienestar, seguridad y plenitud; sin embargo, no es tarea fácil, requiere de conciencia para reconocer y aceptar que la característica principal de los seres humanos es la imperfección, que se aprende por medio de las equivocaciones, por lo que es importante admitir las propias fallas, debilidades y las correspondientes responsabilidades, también se requiere de preferir una elección escrupulosa por el amor, la compasión y la paciencia antes que el odio y el rencor; así como hacer el esfuerzo un ejercicio cotidiano; lo dicho hasta aquí sugiere que no se necesita del otro, de aquel que causó daño, para perdonar, hay algo en el orden de lo propio que es compromiso con el procurarse una vida plena, apoderarse de lo que es propio y desligar la manipulación y el deseo de que el otro venga a curar. Aquí es donde se explica la implicación en el saber perdonar.
Hay ocasiones que el que daña no asume, no le interesa resarcir y si expresa algo es a modo de disculpa no se implica en la responsabilidad que le corresponde, niega (dis) su falta (culpa); cuando me encuentro en consulta con esos casos no es posible trabajar en un cambio y mucho menos una reparación porque perdonar no quiere decir dispensar la responsabilidad.
Cuando alguien solicita o pide perdón se tiene que implicar, esto quiere decir que asume su actuar, se hace responsable de las afectaciones causadas y existe un deseo genuino de enmendarse y corregir sus errores, generalmente esto sucede cuando existe autoconocimiento y empatía por el otro (afectado), por eso generalmente se dice “lo siento”, porque reconoce y acepta el efecto y el afecto causado por las acciones cometidas o los decires pronunciados, promueve un auténtico arrepentimiento porque se reconoce en sus acciones, conductas o reacciones, no solo las hechas en el pasado sino aquellas que están por venir, ya no existe la autojustificación sino un trabajo de introspección, entendimiento y autoconocimiento que lleva a la conciencia el compromiso de recuperar y reconstruir la confianza y el vínculo quebrantado con el otro. Por supuesto que lo anterior requiere de un ahínco que a veces llega a enfrentarse con hábitos, instintos, carácter y forma de ser, que si se pretende y es necesario modificar conlleva tiempo, apertura al cambio, aprendizaje, por lo que requiere gran paciencia por los involucrados, mucho amor y compromiso, finalmente deseo de sanar. Y este tipo de relación también se puede sostener por muchos años, el proceso tiene sus altibajos pero a comparación de la anterior resulta en crecimiento y posibilidad.
El perdón entonces compromete a ambas partes, cada uno tiene que decirse, implicarse en el “te pido perdón” y en el “te perdono” con toda la importancia que tienen estos significantes, cuando se hace simultáneo existe mayor posibilidad de sanar y reconstruir, cuando se hace a modo extemporáneo, aunque cada uno tenga su proceso y su tiempo igual surte su efecto cuando es auténtico y genuino.
Dejo hasta aquí estas líneas de reflexión, si crees que le puede servir a alguien compártele este texto y escríbenos en contacto@caute.mx tus inquietudes y los temas que te gustaría reflexionar. Hasta pronto. Diana Guerra
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